Dimensiones
Doree tenÃa que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvÃa a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones. Empezaba la excursión el domingo a las nueve de la mañana. Debido a los ratos de espera entre un autobús y otro eran casi las dos de la tarde cuando habÃa recorrido los ciento sesenta y pocos kilómetros. Sentarse en los autobuses o en las terminales no le importaba. Su trabajo cotidiano no era de los de estar sentada.
Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacÃa y deshacÃa camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenÃa la cabeza ocupada hasta cierto punto y acababa tan agotada que por la noche podÃa dormir. Rara vez se encontraba con un auténtico desastre, aunque algunas de las mujeres con las que trabajaba contaban historias de las que ponen los pelos de punta. Esas mujeres eran mayores que ella y pensaban que Doree debÃa intentar mejorar un poco. Le decÃan que debÃa prepararse para un trabajo cara al público mientras fuera joven y tuviera buena presencia. Pero ella se conformaba con lo que hacÃa. No querÃa tener que hablar con la gente.
Ninguna de las personas con las que trabajaba sabÃa qué habÃa pasado. O, si lo sabÃan, no lo daban a entender. Su fotografÃa habÃa aparecido en los periódicos, la foto que él habÃa hecho, con ella y los tres niños: el recién nacido, Dimitri, en sus brazos, y Barbara Ann y Sasha a cada lado, mirándolo. Entonces tenÃa el pelo largo, castaño y ondulado, con rizo y color naturales, como le gustaba a él, y la cara con expresión dulce y tÃmida, que reflejaba menos cómo era ella que cómo querÃa verla él.
Desde entonces llevaba el pelo muy corto, teñido y alisado, y habÃa adelgazado mucho. Y ahora la llamaban por su segundo nombre, Fleur. Además, el trabajo que le habÃan encontrado estaba en un pueblo bastante alejado de donde vivÃa antes.
Era la tercera vez que hacÃa la excursión. Las dos primeras, él se habÃa negado a verla. Si se negaba otra vez, ella dejarÃa de intentarlo. Aunque aceptara verla, a lo mejor no volverÃa durante una temporada. No querÃa pasarse. En realidad, no sabÃa qué harÃa.
En el primer autobús no estaba muy preocupada; se limitaba a mirar el paisaje. Se habÃa criado en la costa, donde existÃa lo que llamaban primavera, pero aquà el invierno daba paso casi sin solución de continuidad al verano. Un mes antes habÃa nieve, y de repente hacÃa calor como para ir en manga corta. En el campo habÃa charcos deslumbrantes, y la luz del sol se derramaba entre las ramas desnudas.
En el segundo autobús empezó a ponerse un poco nerviosa, y le dio por intentar adivinar qué mujeres se dirigÃan al mismo sitio. Eran mujeres solas, por lo general vestidas con cierto esmero, quizá para aparentar que iban a la iglesia. Las mayores tenÃan aspecto de asistir a iglesias estrictas, anticuadas, donde habÃa que llevar falda, medias y sombrero o algo en la cabeza, mientras que las más jóvenes podrÃan haber formado parte de una hermandad más animada, que permitÃa los trajes pantalón, los pañuelos de vivos colores, los pendientes y los cardados.
Doree no encajaba en ninguna de las dos categorÃas. Durante el año y medio que llevaba trabajando no se habÃa comprado ropa. En el trabajo llevaba el uniforme, y en los demás sitios, vaqueros. HabÃa dejado de maquillarse porque él no se lo consentÃa, y ahora, aunque podrÃa hacerlo, no lo hacÃa. El pelo de punta de color maÃz no pegaba con su cara lavada y huesuda, pero no importaba.
En el tercer autobús encontró un asiento junto a la ventanilla e intentó mantener la calma leyendo los rótulos, los de los anuncios y los de las calles. TenÃa un truco para mantener la cabeza ocupada. CogÃa las letras de cualquier palabra en la que se fijara e intentaba ver cuántas palabras nuevas podÃa formar con ellas. De «cafeterÃa», por ejemplo, le salÃan «te», «té», «fea», «cara», «cafre», «rifa», «cate» y…, un momento…, «aire». Las palabras no escaseaban a la salida de la ciudad, pues el autobús pasaba por delante de vallas publicitarias, tiendas gigantescas, aparcamientos e incluso globos amarrados a los tejados con anuncios de rebajas.
Doree no le habÃa hablado a la señora Sands de sus dos últimas tentativas y probablemente tampoco le hablarÃa de esta. Según la señora Sands, a quien veÃa los lunes por la tarde, habÃa que seguir adelante, aunque llevara tiempo, sin forzar las cosas. Ella decÃa que lo estaba haciendo bien, que estaba descubriendo poco a poco su propia fortaleza.
—Ya sé que te dan ganas de matar a quien te dice esas palabras, pero es verdad —dijo.
Se sonrojó al oÃrse decir aquello, «matar», pero no quiso empeorarlo disculpándose.
Cuando Doree tenÃa dieciséis años —de eso hacÃa siete— iba a ver a su madre al hospital todos los dÃas al salir del colegio. Su madre se recuperaba de una operación en la espalda, que al parecer era grave pero no peligrosa. Lloyd era celador. TenÃa algo en común con la madre de Doree: los dos habÃan sido hippies, aunque Lloyd era unos años más joven. Siempre que tenÃa tiempo Lloyd entraba a charlar con ella sobre los conciertos y las manifestaciones de protesta a los que habÃan asistido, la gente estrambótica que habÃan conocido, los viajes y colocones que los habÃan dejado hechos polvo y cosas asÃ.
Lloyd caÃa bien a los pacientes, por sus bromas y porque transmitÃa seguridad y fuerza. Era fornido, de hombros anchos, y lo suficientemente serio para que a veces lo tomaran por médico. (No le hacÃa ninguna gracia; opinaba que gran parte de la medicina era una mentira y que muchos médicos eran unos gilipollas.) TenÃa la piel rojiza y sensible, el pelo claro y la mirada insolente.
Un dÃa besó a Doree en el ascensor y le dijo que era una flor en el desierto. Después se rió de lo que habÃa dicho y añadió:
—¿Has visto lo original que puede llegar a ser uno?
—Es que eres poeta, pero no lo sabes —dijo Doree, por cortesÃa.
La madre de Doree murió una noche, de repente, de una embolia. TenÃa muchas amigas, que habrÃan recogido a Doree —de hecho, se quedó con una de ellas una temporada—, pero ella preferÃa a su nuevo amigo, Lloyd. Antes de su siguiente cumpleaños estaba embarazada, y poco después casada. Lloyd no se habÃa casado nunca, aunque tenÃa al menos dos hijos, de cuyo paradero no sabÃa gran cosa. De todos modos, ya serÃan mayores. Con la edad, Lloyd habÃa adoptado otra filosofÃa de vida: creÃa en el matrimonio y en la fidelidad, pero no en el control de la natalidad. Y le pareció que la penÃnsula de Sechelt, donde vivÃan Doree y él, estaba en aquella época demasiado llena de gente: viejos amigos, viejas maneras de vivir, antiguas amantes. Al poco Doree y él se trasladaron a la otra punta del paÃs, a un pueblo que eligieron por el nombre mirando un mapa: Mildmay. No se instalaron en el pueblo; alquilaron una casa en el campo. Lloyd encontró trabajo en una fábrica de helados. Plantaron un jardÃn. Lloyd sabÃa mucho de jardinerÃa; también de carpinterÃa, y de cómo encender una estufa de leña y mantener bien un coche viejo.
Nació Sasha.
—Es muy natural —comentó la señora Sands.
—¿SÃ? —dijo Doree.
Doree siempre se sentaba en una silla de respaldo recto ante una mesa, no en el sofá, con tapicerÃa de flores y cojines. La señora Sands movió su silla hacia un lado de la mesa, para poder hablar sin ninguna barrera entre las dos.
—Casi me lo esperaba —dijo—. Creo que yo a lo mejor habrÃa hecho lo mismo en tu lugar.
La señora Sands no habrÃa dicho eso al principio. Hace un año, sin ir más lejos, habrÃa sido más prudente, consciente de que Doree se habrÃa sublevado ante la idea de que alguien, algún ser viviente, pudiera ponerse en su lugar. Ahora sabÃa que Doree se lo tomarÃa como una manera, una manera humilde incluso, de intentar comprender.
La señora Sands no era como algunas de las demás. No era dinámica, ni delgada, ni guapa. Ni tampoco demasiado mayor. TenÃa más o menos la edad que tendrÃa la madre de Doree, pero no el aspecto de una antigua hippy. Llevaba el pelo entrecano muy corto y tenÃa una verruga en lo alto de un pómulo. VestÃa zapatos planos, pantalones holgados y blusas de flores. Aunque fueran de color frambuesa o turquesa, las blusas no transmitÃan una verdadera preocupación por la ropa; más bien parecÃa que alguien le habÃa dicho que tenÃa que arreglarse un poco y ella, obediente, habÃa ido a comprarse algo que pensaba que podÃa servirle. La amable, impersonal y sincera sobriedad de la señora Sands despojaba aquellas prendas de todo entusiasmo agresivo, de toda ofensa.
—Pues las dos primeras veces ni lo vi —dijo Doree—. No quiso salir.
—¿Y esta vez sÃ? ¿Salió?
—SÃ, pero apenas lo reconocÃ.
—¿HabÃa envejecido?
—Supongo. Supongo que ha adelgazado un poco. Y esa ropa. De uniforme. Nunca lo habÃa visto asÃ.
—¿Te pareció una persona diferente?
—No.
Doree se mordió el labio superior, intentando pensar cuál era la diferencia. Estaba tan quieto… Doree nunca lo habÃa v