PREFACIO
Una tarde de otoño de 2001, siete páginas antes de concluir la primera novela de César Aira que habÃa caÃdo en mis manos, hice algo inaudito: estrellé el libro contra la pared de la sala de mi casa, en Xalapa. Puede parecer una exageración, o una metáfora, pero no lo es, y si recuerdo los detalles —la fecha, las páginas— es porque el episodio me perturbó tanto que acabé registrándolo por escrito. Estoy hablando de arrojar un libro con fuerza porque sus niveles de inverosimilitud me habÃan exasperado y porque desdeñaba —deliberadamente, aunque yo todavÃa no lo sabÃa— las normas de la «buena literatura».
Yo estudiaba Letras Españolas en la Universidad Veracruzana y era un lector voraz y apasionado de literatura latinoamericana del siglo XX, en especial de los autores del Boom, y de sus pioneros y epÃgonos. No me da vergüenza admitirlo: tenÃa una idea muy convencional de la literatura, lo que explicarÃa, a la distancia, ese arrebato de furia. Lo cierto es que algo extraño pasaba en ese libro y que no percibirlo —o aplaudirlo sin cuestionamientos— supondrÃa una actitud igual de convencional que la que motivaba el rechazo. Pero ahora es fácil decirlo. En aquel entonces esta reacción desmesurada hizo que mis certezas literarias entraran en crisis. ¿Qué habÃa pasado? ¿Por qué me habÃa enojado tanto? HabÃa que ir a recoger el libro del suelo y averiguarlo.
«Lo nuevo es hermano de la muerte», escribió Theodor Adorno, y quizá lo que habÃa pasado era, más que un enfado, un susto de muerte. El sÃntoma de que algo iba a morir dentro de mà con el descubrimiento de la obra de César Aira, una manera de entender y de apreciar la literatura. Un modo ingenuo, naif, anticuado, el del realismo costumbrista, de la literatura fantástica o del realismo mágico, todo lo que me habÃa encantado desde la adolescencia y que me habÃa llevado a estudiar Letras y a querer ser escritor.
Un año más tarde estaba trabajando como becario en un proyecto de investigación sobre la obra de Aira —invitado por Teresa GarcÃa DÃaz, la profesora que nos habÃa dado a leer en clase de crÃtica literaria aquel pobre ejemplar repelido—, y ya habÃa devorado veinticinco de los cuarenta y nueve libros que habÃa publicado por aquella época —una cifra que siguió creciendo hasta alcanzar la centena en 2018, si bien es cierto que la mayorÃa son novelas cortas, en ocasiones brevÃsimas. Como si de un cuento de hadas se tratara, la repulsión se habÃa transformado en obsesión académica y en la veneración que tributamos los aspirantes a escritores a nuestros héroes secretos.
Los libros de Aira habÃan llegado a Xalapa unos pocos años antes de la mano de Sergio Pitol. Aira y Pitol se habÃan conocido en un festival literario en Sudamérica, de donde Pitol volvió convertido al airanismo. Fue, probablemente, uno de sus primeros lectores mexicanos y, con seguridad, uno de los más entusiastas. Bajo la dirección de Teresa publicamos un libro colectivo y durante años continuamos cazando sus esquivas publicaciones por aquà y por allá, leyéndolo y estudiándolo —a menudo en fotocopias, o en ediciones que parecÃan clandestinas, aunque no lo fueran—, transcribiéndolo para futuras citas de hipotéticos ensayos, acumulando información en carpetas de la computadora con tÃtulos como realidad real, huida hacia adelante, sonrisa seria, miniatura o cambio de idea, las entradas de una enciclopedia que describirÃa el universo airano y su proyecto de sabotaje de la literatura reaccionaria, aquella que tendrÃa como aspiración y premisa «escribir bien».
PodrÃa afirmarse que toda la obra de César Aira está escrita contra el Boom, aunque quizá serÃa más justo decir que abreva de otras tradiciones literarias y de otras maneras de entender el arte. De las Vanguardias —de donde toma la convicción de que importa más el procedimiento de creación que el resultado—, de la patafÃsica o del dadaÃsmo, con toda su carga explosiva de bromas irreverentes y provocaciones ingeniosas. De Manuel Puig o de Copi, en la literatura argentina que le precedÃa. En resumen: de todo aquello que contra el imperativo de «escribir bien» postula la pulsión salvaje de «escribir algo nuevo».
«Buscar lo nuevo y lo raro en la obra artÃstica no es la tarea frÃvola y vanidosa que parece ser, en primer lugar porque no se trata de buscar sino de haber encontrado», escribió Aira en Cumpleaños, el libro con el que celebró sus cincuenta años de vida. Han pasado veinte años y Aira ha continuado su ejercicio de demolición de las convenciones literarias, pacientemente, librito a librito. Sus lectores somos afortunados de haberlo encontrado.
JUAN PABLO VILLALOBOS
CECIL TAYLOR
Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, inciertas todavÃa, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frÃo de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado desdén del mundo. No ha salido del barrio en el que vive, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podrÃa estar retrocediendo; cualquier desvÃo podrÃa disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus altÃsimos zapatos violeta, su falda estrecha con un largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarÃan otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después viene un trecho de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, escarpados contrafrentes de los que se desploman las escaleras de incendio. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados, cinco o seis hombres en semicÃrculo en la vereda delante de una vidriera. La mujer se pregunta qué pueden estar mirando, que los ha vuelto figuras de una fotografÃa. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve más liviano. Cuando llega, los hombres no la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ella cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la ca