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Antes era Apolo, ahora soy una rata en el Laberinto.
Enviad ayuda y cronuts
No.
Me niego a narrar esta parte de mi historia. Fue la semana más infame, humillante y horrible de mis cuatro mil y pico años de vida. Tragedia. Desastre. Congoja. No pienso contártela
¿Por qué sigues ah� ¡Lárgate!
Desgraciadamente, creo que no tengo elección. Sin duda Zeus espera que te cuente la historia como parte de mi castigo.
No le basta con haber hecho de mÃ, el antes divino Apolo, un adolescente mortal con acné, michelines y el seudónimo de Lester Papadopoulos. No le basta con haberme encargado la peligrosa misión de liberar cinco importantes oráculos antiguos de un trÃo de malvados emperadores romanos. ¡Ni siquiera le basta con haberme hecho esclavo —a mÃ, que fui su hijo favorito— de una prepotente semidiosa de doce años llamada Meg!
Por si todo eso fuera poco, Zeus quiere que deje constancia de mi vergüenza para la posteridad. Muy bien. Pero estás avisado. En estas páginas solo te espera sufrimiento.
¿Por dónde empezar?
Por Grover y Meg, por quiénes si no.
HabÃamos recorrido el Laberinto durante dos dÃas, habÃamos cruzado fosos de tinieblas y rodeado lagos de veneno, habÃamos atravesado ruinosos grandes almacenes en los que solo habÃa tiendas de Halloween de rebajas y sospechosos bufets libres de comida china.
El Laberinto podÃa ser un sitio desconcertante. Como una red de capilares bajo la piel del mundo de los mortales, conectaba sótanos, cloacas y túneles olvidados de todos los rincones del mundo sin respetar las leyes del tiempo y el espacio. Uno podÃa entrar en el Laberinto por una alcantarilla de Roma, andar tres metros, abrir una puerta y encontrarse en un campo de entrenamiento para payasos en Buffalo, Minnesota. (No preguntes, por favor. Fue traumático.)
Yo habrÃa preferido evitar el Laberinto. Lamentablemente, la profecÃa que habÃamos recibido en Indiana era muy concreta: «Por laberintos oscuros hasta tierras de muerte que abrasa». ¡Qué divertido! «Solo el guÃa ungulado sabe cómo no perderse.»
Sin embargo, no parecÃa que nuestro guÃa ungulado, el sátiro Grover Underwood, supiera el camino.
—Te has perdido —dije por cuadragésima vez.
—¡No me he perdido! —protestó él.
Avanzaba trotando con sus vaqueros holgados y su camiseta verde desteñida, bamboleando las pezuñas en sus New Balance 520 especialmente modificadas. Llevaba el cabello rizado tapado con un gorro de punto rojo. Por qué creÃa que ese disfraz le ayudaba a hacerse pasar por humano era algo que se me escapaba. Se le veÃan claramente los bultos de los cuernos debajo del gorro. Las zapatillas se le escapaban de las pezuñas varias veces al dÃa, y me estaba hartando de hacer de recogezapatos.
Se detuvo en un cruce del pasillo. A cada lado, unos muros de piedra toscamente tallados se perdÃan en la oscuridad. Grover se tiró de la perilla rala.
—¿Y bien? —preguntó Meg.
Grover se estremeció. Al igual que yo, habÃa llegado a temer la desaprobación de nuestra amiga.
No es que Meg McCaffrey tuviera un aspecto aterrador. Era menuda para su edad y llevaba ropa de los colores de un semáforo —vestido verde, mallas amarillas, zapatillas de caña alta rojas— raÃda y sucia de arrastrarnos por túneles estrechos. Su pelo moreno cortado a lo paje estaba lleno de telarañas. Los cristales de sus gafas con montura de ojos de gato se encontraban tan sucios que no sabÃa cómo podÃa ver. En conjunto, parecÃa una niña de párvulos que habÃa sobrevivido a una encarnizada reyerta en el patio por la posesión de un columpio.
Grover señaló el túnel de la derecha.
—Estoy... estoy convencido de que Palm Springs está en esa dirección.
—¿Convencido? —preguntó ella—. ¿Como la última vez, cuando nos metimos en unos servicios y pillamos a un cÃclope en el váter?
—¡Eso no fue culpa mÃa! —protestó él—. Además, en esta dirección huele bien. A... cactus.
Meg olfateó el aire.
—Yo no huelo a cactus.
—Meg —dije—, se supone que Grover es nuestro guÃa. No nos queda más remedio que fiarnos de él.
—Gracias por el voto de confianza —contestó él resoplando—. ¡Os recuerdo que yo no pedà que me trajesen por arte de magia de la otra punta del paÃs ni despertarme en un huerto de tomates en una azotea de Indianápolis!
Valientes palabras, aunque no apartaba la vista de los anillos que Meg llevaba en el dedo corazón de cada mano, temiendo tal vez que invocase sus cimitarras doradas y lo convirtiese en tajadas de cabrito asado.
Desde que se habÃa enterado de que era hija de Deméter, la diosa de los cultivos, Grover Underwood se habÃa comportado como si Meg le intimidase más que yo, una antigua deidad del Olimpo. La vida no era justa.
—Está bien —dijo ella, limpiándose la nariz—. Es que no pensaba que nos pasarÃamos dos dÃas vagando por aquÃ. La luna nueva es...
—Dentro de tres dÃas —la interrump×. Ya lo sabemos.
Puede que fuese demasiado brusco, pero no necesitaba que me recordasen la otra parte de la profecÃa. Mientras nosotros viajábamos hacia el sur en busca del siguiente Oráculo, nuestro amigo Leo Valdez pilotaba desesperadamente su dragón de bronce hacia el Campamento Júpiter, el campo de entrenamiento de semidioses romanos en el norte de California, con la esperanza de prevenirlos del fuego, la muerte y la destrucción que supuestamente les esperaba en la luna nueva.
Intenté suavizar el tono.
—Tenemos que confiar en que Leo y los romanos puedan ocuparse de lo que ocurra en el norte. Nosotros ya tenemos nuestra misión.
—Y fuego de sobra. —Grover suspiró.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Meg.
El sátiro siguió mostrándose evasivo, como habÃa hecho los dos últimos dÃas.
—Es mejor no hablar de eso... aquÃ.
Miró a su alrededor con nerviosismo como si las paredes oyesen, una posibilidad nada desdeñable. El Laberinto era una estructura viva. A juzgar por los olores que emanaban de algunos pasillos, estaba convencido de que como mÃnimo tenÃa intestino grueso.
Grover se rascó las costillas.
—Intentaré que lleguemos rápido, chicos —prometió—. Pero el Laberinto tiene voluntad propia. La última vez que estuve aquà con Percy...
Adoptó una expresión nostálgica, como solÃa ocurrirle cuando se referÃa a sus viejas aventuras con su mejor amigo, Percy Jackson. Lo comprendÃa perfectamente. Percy era un semidiós de los que convenÃa tener cerca. Lamentablemente, no era tan fácil de invocar desde un huerto de tomates como nuestro guÃa sátiro.
Puse la mano en el hombro de Grover.
—Sabemos que lo estás haciendo lo mejor que puedes. Sigamos adelante. Y de paso que olfateas cactus, si pudieras estar atento por si hueles algo para desayunar (café y cronuts con sirope de arce y limón, por ejemplo), serÃa estupendo.
Seguimos a nuestro guÃa por el túnel de la derecha.
Pronto el pasadizo se estrechó y nos obligó a agacharnos y a andar como patos en fila india. Yo me quedé en medio, el sitio más seguro. Puede que no te parezca valiente, pero Grover era un señor de la naturaleza, un miembro del Consejo de Ancianos Ungulados de los sátiros. Supuestamente, tenÃa grandes poderes, aunque yo todavÃa no le habÃa visto utilizar ninguno. En cuanto a Meg, no solo podÃa manejar dos cimitarras doradas, sino que también hacÃa cosas increÃbles con sobres de semillas, de los que habÃa hecho una buena provisión en Indianápolis.
Por otra parte, yo me habÃa ido quedando cada dÃa más débil e indefenso. Desde la batalla contra el emperador Cómodo, al que habÃa cegado con un estallido de luz divina, no habÃa podido invocar ni una pizca de mi antiguo poder divino. Los dedos se me habÃan vuelto lentos en el mástil del ukelele de combate. Mis dotes como arquero habÃan empeorado. Incluso habÃa fallado un tiro al disparar al cÃclope del váter. (No sé cuál de los dos habÃa pasado más vergüenza.) Al mismo tiempo, las visiones que a veces me paralizaban se habÃan vuelto más frecuentes y más intensas.
No habÃa compartido mis preocupaciones con mis compañeros. TodavÃa no.
QuerÃa creer que mis poderes simplemente se estaban recargando. Al fin y al cabo, las pruebas de Indianápolis habÃan estado a punto de acabar conmigo.
Pero existÃa otra posibilidad. Yo habÃa caÃdo del Olimpo y habÃa hecho un aterrizaje de emergencia en un contenedor de Manhattan en enero. Ahora era marzo. Eso significaba que habÃa sido humano unos dos meses. Era posible que cuanto más tiempo siguiera siendo mortal, más me debilitarÃa y más me costarÃa recuperar mi estado divino.
¿HabÃa sido asà las dos veces que Zeus me habÃa desterrado a la Tierra? No me acordaba. Algunos dÃas ni siquiera me acordaba del sabor de la ambrosÃa, ni de los nombres de los caballos que tiraban de mi carro solar, ni de la cara de mi hermana melliza Artemisa. (Normalmente, habrÃa dicho que no recordar la cara de mi hermana era una suerte, pero la echaba mucho de menos. No se te ocurra contarle que he dicho eso.)
Avanzamos sigilosamente por el pasillo, con la Flecha de Dodona zumbando en mi carcaj cual teléfono sin sonido, como si quisiera que la sacara y le consultara qué hacer.
Traté de ignorarla.
Las últimas veces que habÃa pedido consejo a la flecha no se habÃa mostrado dispuesta a ayudar. Peor aún, habÃa comunicado que no estaba dispuesta a ayudar en lenguaje shakespeariano, utilizando un estilo insoportable. Nunca me gustaron los noventa. (