Mick Williams introdujo en el buzón el último ejemplar del diario de la tarde, subió a su bicicleta de un salto y pedaleó con fuerza de regreso a la tienda de periódicos. Siempre le gustaba esa parte del trabajo. La bolsa, tan pesada al principio de su ronda, ondeaba felizmente vacÃa a su espalda.
Dobló una esquina y cruzó la calle en perpendicular hacia la acera de enfrente. Una décima de segundo antes de golpear el bordillo tiró del manillar y levantó la rueda delantera. La bicicleta subió de un salto a la acera. Mick clavó el freno trasero, hizo patinar el neumático trasero y la detuvo hábilmente ante el escaparate. Era una maniobra que habÃa aprendido tiempo atrás.
Apoyó el vehÃculo en la pared de la tienda y cuando abrió la puerta se fijó en un chico al que no conocÃa y que se hallaba de pie, con la mano en el asiento de una bici de carreras, junto al escaparate. Confió en haberlo impresionado con su forma de montar.
—Hay un muchacho nuevo fuera, Mick —dijo el señor Thorpe, que era el dueño de la librerÃa—. ¿QuerrÃas enseñarle el recorrido número siete?
—Claro —contestó Mick.
Cobraba una propina de setenta y cinco peniques a la semana por hacer trabajos extra como aquel. ConocÃa todas las rondas, de modo que cuando uno de los chicos no se presentaba al reparto, él lo sustituÃa. Los dÃas en que no tenÃa ninguna tarea añadida, barrÃa la tienda y después se marchaba a casa.
Dio un golpecito en la ventana e hizo un gesto al chico nuevo para que entrara.
El señor Thorpe se volvió hacia el recién llegado.
—Mick Williams te enseñará cómo funciona esto —le dijo.
Mick lo miró y calculó que serÃa más o menos de su misma edad, aunque el nuevo era más alto y corpulento. TenÃa el cabello rubio y corto. Se