1
umro uunnooo
tu addmmra dooora
umro uunnooo
Aquellos sonidos, aun en la bruma.
2
Pero a ratos los sonidos —como el dolor— se desvanecÃan y solo quedaba la bruma. Recordaba la oscuridad: una negrura compacta, previa a la bruma. ¿QuerÃa eso decir que estaba haciendo progresos?, ¿hágase la luz (aunque sea tirando a brumosa) y vio que la luz era buena, etcétera, etcétera? ¿Esos sonidos estaban cuando todo era negro? Él no tenÃa respuesta para ninguna de estas preguntas. ¿CabÃa planteárselas siquiera? A eso tampoco sabÃa qué responder.
El dolor medraba por debajo de los sonidos. El dolor estaba al este del sol y al sur de sus orejas. Eso era lo único que sabÃa.
Durante un cierto perÃodo de tiempo que le pareció muy largo (y que debió de serlo, pues las dos únicas cosas que existÃan eran el dolor y la bruma tormentosa) esos sonidos fueron la única realidad exterior. Él no tenÃa ni idea de cómo se llamaba ni de dónde se encontraba, y le daba igual una cosa como la otra. Deseaba estar muerto, pero, en medio de la bruma saturada de dolor que invadÃa su cerebro como un nubarrón de verano, él no sabÃa que lo deseaba.
Con el tiempo, empezó a percatarse de que habÃa momentos de no dolor sujetos a una cierta periodicidad. Y por primera vez desde que emergiera de la negrura total que habÃa precedido a la bruma, tuvo un pensamiento completamente al margen de lo que era su situación del momento: pensó en aquel pilote que sobresalÃa de la arena en Revere Beach. Sus padres lo llevaban a menudo a esa playa cuando era un chaval, y él siempre insistÃa en que extendieran la manta en un sitio desde el que se pudiera ver el pilote, que a él se le antojaba el colmillo de un monstruo sepultado. Le gustaba sentarse a mirar cómo el agua lo iba cubriendo. Luego, al cabo de unas horas, una vez consumidos los emparedados y la ensalada de patata, cuando en el enorme termo de su padre no quedaba ya una sola gota de Kool-Aid, y justo antes de que su madre dijese que era hora de recoger y volver a casa, la parte superior del pilote volvÃa a asomar entre las olas que iban llegando, al principio apenas un poquito y luego más y más. Al final, tirados los desperdicios al bidón con el letrero MANTENGA LIMPIA LA PLAYA y recogidos los juguetes de Paulie
(asà es como me llamo, Paulie, soy Paulie y esta noche mi madre me pondrá aceite Johnson’s en las quemaduras, pensó en el interior del nubarrón donde ahora vivÃa)
y doblada la manta otra vez, el pilote habÃa emergido ya casi por completo, sus renegridos costados recubiertos de limo y envueltos en espuma jabonosa. Era la marea, habÃa intentado explicarle su padre, pero él siempre habÃa sabido que era el pilote. La marea iba y venÃa, mientras que el pilote siempre estaba allÃ, solo que a veces no podÃas verlo. Sin pilote, no habÃa marea.
Este recuerdo giraba y giraba en cÃrculos, exasperante, como una mosca perezosa. Intentó atrapar su significado, pero durante un buen rato los sonidos se lo impidieron.
admmra dooora
leid todddddoooo
umro uunnooo
A veces, los sonidos paraban. A veces, era él quien se paraba.
Su primer recuerdo claro de este ahora, del presente exterior a la bruma tormentosa, era que se paraba, que de pronto no podÃa seguir respirando, y no pasaba nada, era una buena cosa, por no decir el paraÃso; podÃa aguantar cierto grado de dolor, pero todo tenÃa un lÃmite, y se alegró de que el partido estuviera acabando.
Y luego tenÃa una boca pegada a la suya, una boca que era indudablemente de mujer a pesar de sus labios duros y secos, y el soplo que expulsaba la boca femenina entraba en su propia boca, garganta abajo, hinchando levemente sus pulmones, y cuando los labios se apartaron pudo oler por primera vez a su carcelera, olerla en el aliento que ella habÃa exhalado por la fuerza dentro de él igual que un hombre podÃa introducir una parte de su cuerpo a la fuerza en una mujer renuente, aquel repelente tufo a galletas de vainilla y helado de chocolate y salsa de barbacoa y caramelo de mantequilla de cacahuete.
Oyó una voz que gritaba: «¡Respira, maldita sea! ¡Respira, Paul!».
Los labios se le pegaron de nuevo. Sintió cómo el aire bajaba otra vez hasta su garganta. Era como esa húmeda ráfaga de viento que sigue al paso de un convoy en el túnel del metro, levantando papeles de periódico y envolturas de caramelo, y los labios estaban retraÃdos, y él pensó: Por el amor de Dios, no dejes salir ni una pizca de aire por la nariz, pero no pudo evitarlo y oh, aquella peste, aquel PESTAZO inaguantable.
—¡Respira, maldita sea! —chilló la voz invisible, y él pensó: Vale, haré lo que tú digas, pero, por favor, no vuelvas a hacer eso, deja ya de infectarme, y lo intentó, pero antes de ponerse realmente a ello, los labios femeninos estaban otra vez pegados a los suyos, resecos y tiesos como tiras de cuero curado a la sal, y ella lo violó de nuevo con todo su aire.
Esta vez, cuando apartó los labios, él no la dejó expulsar el aire, sino que empujó con todas sus fuerzas y exhaló una gigantesca ración de su propio aire interior. Lo sacó de un tirón, y aguardó a que su pecho —fuera de su campo visual— volviera a subir y a bajar tal como habÃa hecho siempre por sà solo. No hubo suerte, de modo que boqueó otra vez a morir y un segundo después volvÃa a respirar lo más deprisa posible a fin de expulsar cuanto antes el olor y el sabor de aquella mujer.
El aire normal jamás le habÃa sabido tan bien.
Empezó a sumirse de nuevo en la bruma, pero antes de que el mundo exterior se desvaneciera por completo, oyó que la mujer murmuraba: «¡Uf! ¡De poco ha ido!».
Con poco basta, pensó él, y se quedó dormido.
Soñó con el pilote, un sueño tan real que casi creyó que podÃa alargar la mano y pasar la palma por la curva de la agrietada y verdinegra madera.
Cuando volvió a su estado anterior de semiconsciencia, fue capaz de establecer la conexión entre el pilote y la situación en que se encontraba, como si flotara en la palma de su mano. El dolor no obedecÃa a la marea. Esa fue la moraleja del sueño que en realidad era un recuerdo. El dolor iba y venÃa solo aparentemente. El dolor era como aquel pilote, unas veces quedaba cubierto, otras veces a la intemperie, pero siempre estaba allÃ. Cuando el dolor no lo obligaba a atravesar la espesa grisura pétrea de su nube, él se sentÃa vagamente agradecido, pero ya no se dejaba engañar: el dolor estaba agazapado, a la espera. Y no habÃa un pilote, sino dos; el dolor era esos pilotes, y aunque la mayor parte de su cerebro no tuvo conciencia de que lo sabÃa hasta mucho después, una parte de él ya sabÃa que los destrozados pilotes no eran sino sus propias piernas, asimismo destrozadas.
Pero aún pasó bastante tiempo hasta que pudo por fin romper la costra de saliva que mantenÃa sus labios pegados y preguntar con voz ronca «¿Dónde estoy?» a la mujer que se hallaba sentada junto a su cama con un libro en las manos. El autor del libro, según pudo ver, era Paul Sheldon. No le sorprendió reconocerse en ese nombre.
—En Sidewinder, Colorado —dijo la mujer, cuando él por fin pudo hacer la pregunta—. Me llamo Annie Wilkes, y soy…
—SÃ, lo sé —dijo él—. Mi admiradora número uno.
—Exacto. —Annie sonrió.
3
Oscuridad. Después el dolor y la bruma. Y luego la conciencia de que, por más que el dolor fuera constante, a ratos quedaba sepultado por un inquietante equilibrio que decidió calificar de alivio. El primer recuerdo verdadero: parar y ser devuelto a la vida por el pestilente aliento violador de la mujer.
Siguiente recuerdo verdadero: los dedos de ella metiéndole algo en la boca a intervalos regulares, algo como tabletas de Contac, solo que como no habÃa agua se le quedaban en la boca y, al disolverse, dejaban un sabor increÃblemente amargo que recordaba al de la aspirina. De buena gana habrÃa escupido aquel amargor, pero supo que no le convenÃa hacerlo: era el sabor amargo lo que hacÃa que la pleamar cubriera el pilote
(no, los PILOTES, en plural sà vale hay DOS de acuerdo pero ahora calla eh calla shhhhh)
y por un momento pareciera que ya no estaba.
Todas estas cosas ocurrÃan a intervalos muy dilatados, pero luego, mientras el dolor propiamente dicho empezaba no a remitir, sino a erosionarse (como debió de erosionarse aquel pilote de Revere Beach, pensó, porque nada dura para siempre; aunque el niño que fue en otro tiempo habrÃa puesto mala cara ante tamaña herejÃa), las cosas del exterior comenzaron a incidir cada vez más rápido hasta que el mundo objetivo —con su cargamento de recuerdos, experiencias y prejuicios— se hubo reinstaurado casi por completo. Él era Paul Sheldon y escribÃa novelas de dos clases: novelas buenas y best sellers. Se habÃa casado y divorciado dos veces. Fumaba más de la cuenta (al menos, antes de todo esto, fuera lo que fuese «todo esto»). Algo grave le habÃa ocurrido, pero aún estaba vivo. La nube gris oscuro empezó a difuminarse cada vez más rápido. Aún pasarÃa un rato antes de que entrara su admiradora número uno con la vieja Royal boquiabierta en un rictus de sonrisa y con aquella voz de pato, pero mucho antes de que eso ocurriera Paul comprendió que estaba en un aprieto, y de los gordos.
4
Esa parte clarividente de su cerebro la vio antes de que él supiera que la estaba viendo y, con toda probabilidad, debió de entenderla antes de saber que la estaba entendiendo: ¿por qué, si no, iba a asociarla con imágenes tan siniestras? Cada vez que ella entraba en la habitación, él pensaba en las estatuillas veneradas por tribus africanas supersticiosas en las novelas de H. Rider Haggard, y también en piedras y en el destino.
La imagen de Annie Wilkes como un Ãdolo africano salido de Ayesha o de Las minas del rey Salomón era a la vez ridÃcula y adecuada (esto último de un modo extraño). Era una mujer corpulenta que, quitando las protuberancias de sus senos, grandes pero no atractivos, debajo de la chaqueta de punto gris que siempre llevaba puesta, parecÃa carecer de curvas femeninas; no habÃa asomo de redondez en sus caderas ni en sus nalgas y ni siquiera en las pantorrillas que asomaban de la interminable sucesión de faldas de lana que llevaba para andar por casa (se metÃa en su invisible dormitorio para ponerse unos vaqueros cuando tenÃa recados que hacer fuera). Su cuerpo era grande pero no generoso. Evocaba imágenes de coágulos y barricadas, antes que de acogedores orificios o incluso espacios abiertos, zonas de hiato.
DesprendÃa más que nada, a ojos de él, una sensación inquietante de solidez, como si careciera tal vez de vasos sanguÃneos o incluso vÃsceras, como si fuera toda ella Annie Wilkes la compacta, de lado a lado y de pies a cabeza. Cada vez estaba más convencido de que sus ojos, que parecÃan tener vida propia, estuvieran en realidad pintados en la cara, que no se movÃan más que los ojos de un retrato cuando parecen seguirnos a medida que nos desplazamos por la sala donde está expuesto. TenÃa la impresión de que si formaba una V con dos dedos de la mano e intentaba metérselos en la nariz, no irÃan más allá de treinta milÃmetros antes de toparse con un duro (si bien ligeramente flexible) obstáculo; que incluso el jersey gris y las sosas y anticuadas faldas y los vaqueros gastados con los que salÃa al exterior formaban parte de aquel fibroso cuerpo desprovisto de canales internos. Asà pues, no es de extrañar que le pareciera ver a un Ãdolo de una férvida novela. Como los Ãdolos, daba una sola cosa: una sensación de desasosiego rayana en el terror. Como los Ãdolos, te quitaba todo lo demás.
No, un momento, eso no era del todo justo. Ella daba algo más. Le daba las pÃldoras que hacÃan que la marea cubriese los pilotes.
Esas pÃldoras eran la marea; Annie Wilkes era la presencia lunar que las atraÃa hacia su boca como pecios cabalgando una ola. Le llevaba dos cada seis horas, primero anunciando su presencia tan solo como un par de dedos que se asomaban a su boca (y él aprendió muy pronto a chupar aquellos dedos con avidez pese al sabor amargo), y después presentándose con su jersey y una de sus faldas (media docena, tendrÃa), normalmente con un ejemplar de bolsillo de una de sus novelas bajo el brazo. Por la noche aparecÃa con un albornoz de color rosa, la cara reluciente de crema (a él no le habrÃa costado nada identificar el ingrediente principal pese a no haber visto nunca el frasco de donde procedÃa; el olor a oveja de la lanolina era potente y hablaba por sà solo), sacándolo de su viciado y populoso sueño con las pÃldoras en la palma de la mano y la puñetera luna recostada en la ventana sobre uno de sus compactos hombros.
Pasado un tiempo —una vez que a él le fue imposible ignorar la alarma, demasiado grande—, consiguió averiguar lo que ella le estaba administrando. Era Novril, un analgésico con una fuerte dosis de codeÃna. La razón de que ella tuviera que llevarle la cuña con tan poca frecuencia no era solo que su dieta consistiera totalmente en lÃqu