Jarana a la irlandesa
Mary confiaba en que el neumático delantero, podrido, no estallara. La cámara sufrÃa ya un pequeño pinchazo, y habÃa tenido que parar dos veces y usar una bomba, exasperante, porque no tenÃa válvula y habÃa que encajarla sirviéndose de la esquina de un pañuelo. No recordaba haber hecho otra cosa en la vida que inflar neumáticos de bicicleta, acarrear turba, limpiar casas, hacer faenas de hombres. Su padre y sus dos hermanos trabajaban para los forestales, asà que a su madre y a ella les correspondÃa todo el trabajo sucio: habÃa que cuidar a tres criaturas, y aves de corral, y marranos, y batir mantequilla. TenÃan una finca entre las montañas irlandesas, y la vida era dura.
Pero aquella tarde frÃa de primeros de noviembre, Mary era libre. Circuló por la carretera de montaña, entre los setos de espino pelados, pensando con deleite en la fiesta. TenÃa diecisiete años, pero era su primera fiesta. La invitación le habÃa llegado esa misma mañana a través de la señora Rodgers, del hotel Commercial. El cartero le dio el recado de que la señora Rodgers contaba con ella esa noche, sin falta. Al principio, su madre no quiso que fuera, habÃa mucho trabajo que hacer, gachas que preparar y uno de los gemelos estaba con otitis y seguramente llorarÃa durante la noche. Mary dormÃa con los gemelos, que tenÃan un año, y a veces le daba miedo aplastarlos o asfixiarlos, de lo pequeña que era la cama. Rogó que la dejase ir.
—¿Para qué? —preguntó.
En opinión de la madre de Mary, todas las excursiones acarreaban inestabilidad, te daban a conocer algo que no podÃas tener. Pero al final se ablandó, sobre todo porque la señora Rodgers, propietaria del hotel Commercial, era una mujer importante y no convenÃa hacerle un feo.
—Puedes ir, siempre y cuando estés de vuelta para el ordeño de mañana por la mañana; pero ¡cuidadito con perder la cabeza! —le advirtió.
Mary pasarÃa la noche en el pueblo con la señora Rodgers. Se habÃa trenzado el pelo, y luego, al cepillárselo, le cayó sobre los hombros en oscuras ondas. Obtuvo permiso para ponerse el vestido negro de encaje llegado de América años atrás, el que no era de nadie. Su madre la roció con agua bendita, la acompañó a lo alto del camino y le advirtió que no probase ni una gota de alcohol.
Mary se sentÃa feliz pedaleando despacio, sorteando los baches cubiertos de una fina capa de hielo. Aquel dÃa la escarcha no se habÃa derretido. El suelo estaba duro. De seguir asÃ, tendrÃan que guardar el ganado en el establo y alimentarlo con heno.
La carretera giraba y serpenteaba y subÃa; Mary giraba y serpenteaba con ella, subÃa una pequeña loma y descendÃa en dirección a la siguiente. En la bajada de la Gran Colina se apeó de la bici —los frenos no eran muy de fiar— y volvió la cabeza, por costumbre, para mirar su casa. Era la única vivienda allá en la montaña, pequeña, enjalbegada, rodeada de unos pocos árboles y, por la parte de atrás, de un calvero que ellos llamaban huerto. HabÃa un arriate con ruibarbos, y arbustos sobre los que echaban las hojas del té, y una extensión de hierba donde en verano instalaban un corral que cambiaban de sitio de un dÃa para otro. Desvió la vista. Ahora era libre de pensar en John Roland. John habÃa llegado al distrito dos años antes, en una motocicleta que corrÃa a una velocidad de vértigo y cubrÃa de polvo los paños para la leche tendidos en el seto a fin de que se secaran. Se habÃa detenido para pedir indicaciones. Se alojaba en el hotel Commercial de la señora Rodgers y habÃa subido para ver el lago, famoso por sus colores. Variaba de tono rápidamente; era azul y verde y negro, todo en menos de una hora. Al atardecer solÃa adoptar un extraño color burdeos y no parecÃa en absoluto un lago, sino vino.
«Por allá», le habÃa dicho Mary al desconocido, señalando el lago, más abajo, con el islote en el centro. HabÃa tomado un desvÃo equivocado.
Las colinas y los diminutos trigales descendÃan muy empinados hacia el agua. La miseria de las colinas era evidente desde todos los peñascos. Los trigales cambiaban de color, estaban a mediados de verano; las zanjas rebosaban de fucsias de un rojo sangre; la leche se agriaba cinco horas después de que la echaran en la cisterna. John comentó lo exótico que era todo. A ella, en cambio, las vistas no le despertaban ningún interés. Se limitó a levantar la vista hacia el cielo y vio un halcón cerniéndose en el aire, por encima de ellos. Era como una pausa en su vida, el halcón cernido sobre ellos, perfectamente inmóvil; y justo en aquel momento salió su madre para ver quién era el desconocido. Él se quitó el casco y dijo «Hola» con mucha educación. Se presentó como John Roland, pintor inglés, residente en Italia.
Mary no recordaba exactamente cómo habÃa ocurrido, pero al cabo de un rato John entró con ellas en la cocina y se sentó a tomar el té.
HabÃan pasado dos largos años desde entonces; sin embargo, ella no habÃa perdido la esperanza; tal vez esa noche... El cartero le habÃa dicho que en el hotel Commercial la esperaba alguien muy especial. Estaba loca de contento. Hablaba con la bicicleta, y le parecÃa que su dicha resplandecÃa en el cielo frÃo y nacarado, en los campos escarchados que azuleaban al anochecer, en las ventanas de las casitas que iba dejando atrás. Su madre y su padre eran ricos y joviales; los gemelos no sufrÃan otitis; la chimenea de la cocina no hacÃa humo. A ratos se sonreÃa al imaginar cómo se presentarÃa ante él, más alta y con pechos, y luciendo un vestido apto para cualquier ocasión. Se olvidó del neumático podrido, montó de nuevo y pedaleó.
Las cinco farolas estaban encendidas cuando llegó al pueblo. Aquel dÃa se habÃa celebrado una feria de ganado y la calle mayor se hallaba sembrada de boñigas. Los lugareños protegÃan las ventanas de sus casas con postigos de madera y arreglos provisionales hechos con tablones y toneles. Algunos estaban fuera limpiando su parte de la acera con un balde y un cepillo. HabÃa vacas paseándose, mugiendo, como hacen las vacas en las calles que no conocen, y varios ganaderos borrachos armados con bastones que intentaban identificar a sus bestias en las esquinas sin iluminar.
Al otro lado del ventanal del hotel Commercial Mary oyó conversaciones a voces y cánticos masculinos. El cristal era opaco, de modo que no pudo identificar a nadie, solo distinguÃa las cabezas que se movÃan en el interior. Era un hotel destartalado, a las paredes amarillas les hacÃa falta una mano de pintura; no las arreglaban desde que De Valera estuvo en el pueblo durante la campaña electoral, cinco años atrás. Aquella vez De Valera subió, se sentó en el salón, escribió su nombre con una pluma en el libro de visitas y le dio el pésame a la señora Rodgers por la reciente muerte de su esposo.
Mary pensó en dejar la bici apoyada en los barriles de cerveza que habÃa bajo el ventanal y subir los tres peldaños de piedra que daban a la puerta del vestÃbulo, pero de repente el cerrojo del bar chasqueó y ella echó a correr, aterrorizada, y se metió por el callejón lateral, temiendo que fuera algún conocido de su padre que dijera que la habÃa visto entrando allÃ. Metió la bicicleta en un cobertizo y se acercó a la puerta de servicio. Aunque estaba abierta, llamó antes de entrar.
Dos vecinas del pueblo corrieron a abrir. Una era Doris O’Beirne, la hija del guarnicionero. Era famosa por ser la única Doris de todo el pueblo y también por tener un ojo azul y el otro castaño oscuro. Estaba estudiando taquigrafÃa y mecanografÃa en la escuela técnica local, y pretendÃa ser secretaria de algún miembro famoso del Gobierno, en DublÃn.
—Madre mÃa, y yo que pensaba que serÃa alguien importante —soltó cuando vio a Mary allà plantada, ruborizada, cohibida y con una botella de nata en la mano.
¡Otra chica! Hab