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Lo que me recordó que ya no estaba en Inglaterra fue el bigote: un ciempiés gris, sólido, que oscurecÃa el labio superior del hombre dándole un aire decidido; un bigote a lo Village People, de vaquero, un cepillo en miniatura que reclamaba que le tomaran en serio. No habÃa bigotes asà en mi tierra; era incapaz de apartar mis ojos de él.
—¿Señora?
La única persona a la que habÃa visto con un bigote como ese era el señor Naylor, nuestro profesor de matemáticas, que lo llevaba lleno de migas de galletas Digestive. Nos gustaba contarlas durante la clase de álgebra.
—¿Señora?
—¡Ah, perdón!
El hombre de uniforme me indicó que avanzara con su dedo rechoncho. No apartó la mirada de la pantalla. Esperé junto a la cabina mientras el sudor acumulado se secaba delicadamente en mi vestido. Levantó una mano, agitando cuatro dedos rollizos. Varios segundos después entendà que me estaba pidiendo el pasaporte.
—Nombre.
—Lo pone ahà —dije.
—Su nombre, señora.
—Louisa Elizabeth Clark —respondà mirando por encima del mostrador—, aunque nunca uso el segundo, Elizabeth. A mi madre le gustaba llamarme Louisita, hasta que se dio cuenta de que si lo dices muy deprisa suena como «loquita». Mi padre cree que me pega. No es que esté loca. Quiero decir, ustedes evidentemente no querrán locos en su paÃs, ¡ja, ja! —Mi voz rebotó nerviosa en la pantalla de plexiglás.
El hombre me observó por primera vez. TenÃa los hombros firmes y una mirada que te paralizaba como un táser. No sonrió. Se limitó a esperar a que se desvaneciera mi sonrisa.
—Lo siento —dije—. La gente de uniforme me pone nerviosa.
Eché un vistazo a la sala de inmigración a mi espalda. La serpenteante cola habÃa dado tantas vueltas sobre sà misma que se habÃa convertido en un impenetrable e inquieto mar de gente.
—Me siento rara haciendo esta cola. Creo sinceramente que es la cola más larga que he hecho en mi vida, y comenzaba a preguntarme si debÃa empezar mi lista de Navidad.
—Ponga su mano en el escáner.
—¿Siempre es tan enorme?
—¿El escáner? —preguntó el agente frunciendo el ceño.
—La cola.
Pero ya no me escuchaba. Contemplaba la pantalla.
Puse mis dedos sobre la pequeña almohadilla y entonces sonó mi teléfono.
Mamá: «¿Has aterrizado?». Iba a teclear una respuesta con la mano que tenÃa libre cuando el hombre se volvió bruscamente hacia mÃ.
—Señora, en esta zona no está permitido el uso de teléfonos móviles.
—Es mi madre. Quiere saber si ya he llegado.
Intenté apartar el teléfono de su campo visual y pulsar subrepticiamente el emoticono «pulgar arriba».
—¿Motivo del viaje?
«¿Qué?», fue la respuesta inmediata de mi madre. HabÃa aprendido a enviar mensajes de texto. Ahora se encontraba como pez en el agua haciéndolo y escribÃa más rápido que hablaba. Es decir, básicamente a velocidad de vértigo. «Ya sabes que mi móvil no ve las figuritas. ¿Eso es un SOS? ¡Louisa, dime que estás bien!».
—¿Motivo del viaje, señora? —preguntó de nuevo con el bigote crispado por la irritación—. ¿Qué va a hacer en Estados Unidos? —añadió.
—Tengo un nuevo empleo.
—¿Cuál?
—Voy a trabajar para una familia de Nueva York, en Central Park.
Por un instante las cejas del hombre parecieron elevarse un milÃmetro. Comprobó la dirección en mi formulario.
—¿En qué va a trabajar?
—Es algo complicado. Voy a ser una especie de acompañante.
—Una acompañante.
—Verá, yo antes trabajaba para un hombre. Le hacÃa compañÃa, pero también le daba las medicinas, le sacaba a pasear y le alimentaba. No era tan raro como puede sonar, de hecho, su problema era que habÃa perdido el uso de las manos. No es que fuera un pervertido… Lo cierto es que mi último trabajo acabó siendo algo más, porque es difÃcil no encariñarse con la gente a la que cuidas y Will, el hombre del que le hablo, era extraordinario, y nosotros…, bueno, nos enamoramos.
Sentà demasiado tarde que se me saltaban las lágrimas y me limpié los ojos con un gesto brusco.
—Asà que creo que será algo parecido. Salvo por la parte del enamoramiento y la de la comida.
El agente de inmigración clavó su mirada en mÃ. Yo intenté sonreÃr.
—La verdad es que normalmente no suelo llorar cuando hablo de trabajo. No soy una loquita de verdad a pesar de mi nombre. Le amaba y él me amaba a mÃ. Entonces él…, bueno, decidió acabar con su vida. Asà que esta es mi oportunidad de volver a empezar.
Las lágrimas se deslizaban por las comisuras de mis ojos, avergonzándome. No podÃa pararlas. Al parecer era incapaz de parar nada.
—Lo siento, será por el jet lag. Deben de ser las dos de la madrugada, hora local, ¿verdad? Además, ya nunca hablo de él. Quiero decir que tengo un novio nuevo fantástico. Es técnico de emergencias sanitarias y muy sexi. Es como ganar la loterÃa de los novios, ¿verdad? ¿Un técnico en emergencias sexi?
Hurgué en mi bolso en busca de un pañuelo de papel. Cuando levanté la mirada vi que el agente me alargaba una caja. Saqué uno.
—Gracias. De todos modos, mi amigo Nathan, de Nueva Zelanda, trabaja aquà y me ha ayudado a conseguir este empleo. En realidad, todavÃa no sé cuáles son mis obligaciones, aparte de cuidar a la esposa deprimida de un señor rico. Pero he decidido que esta vez voy a cumplir las expectativas que Will tenÃa puestas en mÃ, porque las cosas no me salieron bien la primera vez. Acabé trabajando en un aeropuerto.
Me quedé paralizada.
—Esto…, ¡no es que trabajar en un aeropuerto sea algo malo! Estoy segura de que el control de inmigración es un trabajo importante, realmente importante. Pero yo tengo un plan. Cada semana de las que esté aquà voy a hacer algo nuevo y voy a decir sÃ.
—¿Decir sà a qué?
—A cosas nuevas. Will siempre decÃa que yo no me permitÃa nuevas experiencias. Asà que ¡ese es mi plan!
El agente revisaba mis papeles.
—No ha rellenado bien la dirección. Necesito un código postal.
Deslizó el formulario hacia mÃ. Consulté el número en la dirección que aparecÃa en la hoja de papel impresa que llevaba y rellené el formulario con mano temblorosa. Eché un vistazo a mi izquierda; la cola de mi sección se inquietaba. En la de al lado, dos agentes interrogaban a una familia china. Los llevaron a una sala contigua entre las protestas de la mujer. De repente me sentà muy sola.
El agente de inmigración echó un vistazo a la gente que esperaba. Y entonces, de repente, selló mi pasaporte.
—Buena suerte, Louisa Clark —dijo.
Le miré fijamente.
—¿Ya está?
—Ya está.
—¡MuchÃsimas gracias! —exclamé sonriendo—, ¡qué amable! Quiero decir, es un poco raro estar sola al otro lado del mundo por primera vez, y ahora siento que acabo de conocer a la primera persona agradable y…
—Señora, circule por favor.
—Claro, lo siento.
Reunà mis pertenencias y me aparté un mechón de pelo sudado de la cara.
—Y, señora…
—¿SÃ? —respondÃ, preguntándome qué habrÃa hecho mal ahora.
Contestó sin apartar la vista de la pantalla.
—Tenga cuidado con a qué dice sÃ.
Nathan estaba esperándome en «Llegadas» tal y como habÃa prometido. Busqué entre la multitud, insegura, con la secreta convicción de que no vendrÃa nadie, pero allà estaba, agitando su enorme mano por encima de los cuerpos en movimiento a su alrededor. Levantó el otro brazo, sonriendo de oreja a oreja, y se abrió paso para llegar hasta mÃ. Me dio un gran abrazo levantándome en vilo.
—¡Lou!
Cuando le vi, algo dentro de mà se encogió inesperadamente, algo relacionado con Will, la pérdida y las emociones básicas que despierta el haber estado sentada en un vuelo de siete horas demasiado movido. Me alegré de que me abrazara tan fuerte, porque asà tuve un momento para tranquilizarme.
—¡Bienvenida a Nueva York, pequeñaja! Ya veo que no has perdido el buen gusto en el vestir.
Me elevó sujetándome de los hombros, sonriendo. Me alisé el vestido estampado de leopardo estilo años setenta. Pensé que debÃa parecer Jackie Kennedy en su época Onassis… si Jackie Kennedy se hubiera tirado encima la mitad del café durante el vuelo.
—¡Cuánto me alegro de verte!
Cogió mis pesadas maletas como si estuvieran llenas de plumas.
—Venga. Vamos a casa. El Priu